Tres videojuegos vs. Tus decisiones:

.myri
25 min readDec 28, 2020

--

El siguiente texto cuenta con spoilers sobre cada uno de los títulos que serán discutidos, de carácter más conceptual y acudiendo a escenas concretas en el caso de los dos primeros, aunque para el tercero sí se hablará de forma troncal sobre la trama y su final. Como es un texto algo extenso, está dividido en cuatro partes: un preludio con las ideas esenciales a desarrollar, y tres dedicados a cada uno de los juegos en cuestión. Además, dada la amplitud y gravedad en el contenido de algunos de estos, habrá también una advertencia similar a esta antes de cada una de las secciones, para advertir sobre qué podrán encontrarse y así esquivarlos en caso de tratarse de tópicos muy sensibles para la lectora. Gracias.

Preludio:

Supongamos que elegir es una forma de rebeldía. Barajas tus posibilidades, te enfrentas a lo que tienes por delante, reflexiones para, siempre con el destino ahí marcado como lo relevante, implantar tu autonomía como aquella que ha cambiado el mundo, aunque la escala sea tan mínima que parezca imperceptible. Las narrativas sobre viajes en el tiempo van precisamente sobre esto: de cómo el efecto mariposa es tan implacable que cualquier permutación deviene en una configuración nueva de nuestro entorno. La paranoia de estar atrapada en un bucle temporal viene, precisamente, del terror a que nuestro margen de acción se perciba como fútil.

Para la tragedia Aristotélica, la acción de una persona no es solo lo más importante, sino lo único que interesa sobre esta. El conflicto, la sustancia misma, supone en sí mismo un choque inflexivo donde las grandes acciones son realizadas por grandes individuos. Dale a este formato varios siglos para terminar de cocerse, y observamos una construcción colosal alrededor de la ficción como entidad propia, ya habiendo madurado en torno a la ilusión y la distancia. Ese escenario donde lo imposible se vuelve legítimo, un escenario recreativo plagado de sorpresas.

La propia literatura se ha encargado de alimentar esta progresiva intensificación de la posesión sobre la obra, 62 Modelo para Armar de Cortázar se sigue entendiendo desde la posibilidad de ser leída organizándola desde todas las combinaciones posibles que a la lectora le plazca con cada uno de sus segmentos claramente diferenciados. Del mismo modo, los libros de Elige tu propia aventura se sustentan en esta misma fascinación.

En este contexto, el videojuego (como medio donde la mutabilidad parece ser la condición mínima bajo la que pueda considerarse como tal) es una alternativa atractiva, lo más cercano que un medio artístico ha sabido emparentarse a la fragmentación y reconstrucción individual por parte de la jugadora, con ella interpretando, adecuándose y alterando (entendamos a los mods como una forma de resignificación del trabajo, lugar en el que resulta cuanto menos inviable asumir al videojuego como entidad estática e inamovible) su relación con el mismo.

Pero ya situándonos en la fiebre contemporánea del sandbox, del maquetado industrial donde el número de decisiones y pequeñas variaciones justifican el interés por sumirnos en un universo que nos otorgue un espacio de posibilidades donde desarrollar nuestros caprichos particulares, cambiantes minuto a minuto — a más improvisación más natural será nuestro apego. Desde el lado opuesto, la profundización como solución a esta saturación del contenido, una forma de combatir la trivialización del significado en dichos entramados digitales, reduciendo el número de opciones pero volviendo más interesantes las que la desarrolladora decida plantearnos.

Si bien es posible defender lo segundo como una mejora relevante ante el dilema de la agencia en el videojuego, siendo que bajo casi cualquier criterio de carácter crítico podrá concluirse que entregará obras más ricas e interesantes de ser discutidas, ambas perspectivas no terminan de ahondar en el carácter específico que hacen de este un tema tan llamativo para empezar.

Incluso el videojuego como superproducción expresiva comienza a entender que más que las decisiones lo que nos angustia son las consecuencias, para lo que ya muchas propuestas se instauran precisamente desde su capacidad para castigarnos por un mal manejo de nuestras proyecciones para con su universo ficcional. El formato de Telltale Games, aunque hoy de capa caída, consiguió durante la década pasada instaurar una fascinación constante por el videojuego que no nos devuelve la mano al participar, más bien busca disuadirnos del triunfo, creando un conflicto de intereses donde la parte interactiva es más una forma de desbloquear el contenido que planteando una relación por sí misma con lo que se está constando. No hay aquí tanto una reflexión sobre el propio acto de decidir, como la preocupación natural, casi rayando en el morbo, de experimentar con consecuencias que ahonden en lo dramático (lo trágico), apretándote el corazón con muchísima firmeza mientras intentan parasitar el resto de elementos formales de su propuesta.

Existe un enfrentamiento aquí, uno en que la jugadora se encuentra acomodada en la distancia que le supone estar ante lo ficticio, en una batalla interna en la relación estética donde nuestras acciones son tomadas en un rango de libertad que solo se permite existir en entornos controlados y que ya tenemos previamente asumidos como inofensivos. Se podría argumentar que el videojuego mainstream nos amplía el panorama, permitiendo un desarrollo político que no pareciera aflorar en expresiones culturales fuera de la pantalla, o por el contrario, que aquello no es más que una comodidad contemporánea donde los títulos deben estar lo suficientemente maquetados (bien hechos) para tenernos contentas, pero sin ser capaces de avivar una llama revolucionaria. De nueva cuenta nos preguntamos si el arte es siquiera capaz de suscitar el cambio, o será más bien que este se adapta al quehacer político vigente.

Toda esta parrafada existe únicamente para expresar que el videojuego, al menos por el modo en que ha ido evolucionando dada su posición en el sistema económico y las ideales culturales que reproduce, tiene un fuerte problema de liberalismo, donde lo bueno se entiende en términos del mayor número de acciones que se nos permitan, lo personal en cuánto se distingue nuestra incidencia de la del resto, y la virtud en tanto seamos nosotras quienes realicemos estas demostraciones significativas. Si bien podemos especular sobre qué influencias devienen en lo que hoy estamos viviendo, lo relevante es que parece brotar con naturalidad, especialmente si consideramos el contexto de producción (explotación) que lo facilita. La ficción no tiene sentido si no se percibe a la jugadora como el elemento clave sobre el que construirla, a mayor avance tecnológico mayor número de opciones — es lógico, tiene sentido. Es buen diseño, quizá.

La posibilidad de agencia y variabilidad le confieren a lo interactivo una mayor capacidad de contención y satisfacción. Nuestra incidencia en el mundo es esencialmente limitada, ¿son entonces los títulos que disfrutamos apenas una forma de escape?

Los videojuegos son ficciones no porque transcurran en universos inverosímiles (más bien parecen obsesionados en demostrar todo lo contrario), sino porque nuestro propio margen de maniobra en estos se nos antoja irrealizable.

Luego hay que plantearse el demérito de cara a ciertos géneros expresivos. El panorama de la novela visual se presenta un tanto contra-intuitivo en este respecto, no muy distinto de las polémicas a tono de los walking simulator. En primer lugar, no parece haber escapatoria al miedo a siquiera considerarlos videojuegos. Luego, muchas apenas se atreven a concederles el título en caso de contener decisiones que resulten interesantes, como mínimo satisfactorias.

Sin embargo, no solo las decisiones no son un elemento definitorio de las novelas visuales para poder ser consideradas tales, sino que la propia estructura de rutas y conclusiones variadas para que cada quien escoja su permutación predilecta se antoja pequeña si se compara al enorme número de productos que llevan esta etiqueta. No es raro toparnos con novelas kinéticas donde es la presentación la que justifica su existencia como entramado virtual, o donde el final verdadero unifica el contexto de todas las demás rutas, desarrollándolas más como excusas para profundizar en los personajes que como posibilidades para la jugadora en un sentido estricto, más aún si se da el caso de que para acceder a este es necesario haber pasado por el resto de conclusiones previamente.

Ningún videojuego por sí mismo puede cambiar el rumbo de lo social y político de cara a su propia producción, mucho menos si se pretende abordar a una escala todavía mayor. Aquello es un proceso realizado por nosotras, las personas, utilizando los conceptos que el arte provee para desarrollar un marco teórico mayor. De poco parecen servir los títulos bien hechos por el mero placer de estarlo.

Es por esto que acá, apenas en la incapacidad de un texto así, me he dedicado a comentar tres ejemplos de novelas visuales que ahondan precisamente en cuanto al contenido mismo que supone decidir. Más que un elogio o las ganas mismas de recomendar, se tratan de propuestas y herramientas para que, como mínimo, podamos proyectar con nuevas formas de entender las decisiones a futuro. Se empieza desarmando.

El título en cuestión es una novela visual que trabaja con temáticas típicas de lo denpa, las cuales inciden de forma bastante poco amable en temas como la desconexión con la realidad, la violencia sexual y percepciones demoledoras sobre la identidad de género (especialmente distantes del modo en que en occidente hemos aprendido a referirnos a estos asuntos) dentro de algunos de los círculos más apartados de lo convencionalmente japonés. Especialmente si, como a mí, el tema del abuso sexual te resulta angustiante, recomiendo saltar hasta la próxima sección.

YOU and ME and HER: A Love Story (2013)

YOU and ME and HER: a love story, a partir de ahora Totono, podría considerarse como una versión mucho más intensa del ya trivializado Doki Doki Literature Club, saliendo varios años antes de este pero sin traducción oficial hasta este mismo 2020. La comparación, en lo personal, me incomoda, pues se le relaciona directamente con una de las expresiones más burdas de aquel peculiar fenómeno de inicios de 2016 en que muchos títulos, inspirados o quizá simplemente coincidiendo con el lanzamiento de Undertale, se propusieron trabajar con las ideas mismas de metaficción en las que el propio universo virtual se planteaba como autoconsciente, conspirando así contra la jugadora, en una suerte de abismación donde usuaria y videojuego se encontraban cara a cara para discutir sobre el estado en el que se encontraba el software mismo.

La comparativa con Doki Doki es intuitiva, pues ambos títulos nos arrojan en un escenario de escuela típicamente anime, donde lo que parece ser una historia romántica pronto se ve trastocada por la propia inestabilidad del código, haciendo que una de las protagonistas, encarnando el arquetipo yandere, acabe por tomar control no solo del título, sino de la rutina de juego, afrontando a la jugadora con una situación desagradable: la imposibilidad de contestar de regreso. En resumen, la supresión de la agencia como motor narrativo.

Sin embargo, son varios los elementos que las distinguen, principalmente en cuanto al enfoque de cara a sus conceptos. Pareciera ser que los propios estereotipos de su cultura no pueden sino ser trivializados y externalizados al ser representados por occidentales, tomando nada más los rasgos excéntricos de los mismos y exaltándolos en un punto donde no son más que mera inflexión de dicha fórmula. Por mucho que podamos quejarnos de la repetición e inclusive superficialidad que encarnan los personajes –dere japoneses, a menudo responden a una serie de apreciaciones fácilmente reconocibles que agilizan la familiaridad con el contenido, instauran a las obras como, en efecto, propuestas discursivas de carácter artístico, donde no se escribe sobre un lienzo en blanco, como si de la identidad de una persona real se tratase, sino que se atiende a las apreciaciones culturales que se tienen sobre dichos arquetipos para apelar a estos, conversar sobre los mismos, situarlos en una nueva variedad de concepciones sobre las prácticas narrativas que las incumben. Es un entramado que resulta discursivo de raíz.

Independiente de cuán mejor o peor nos parezca esta aproximación a lo literario, el punto es que las novelas visuales japonesas tienden a trabajar con el propio concepto en vez de simplemente degradarlo, ya sea como una forma de apelar a aquellos que disfrutan de estos atisbos de personalidad o como un medio en que la jugadora deba interpretarlos en base a su propia relación, experiencia previa e interiorización de dichos arquetipos culturales. No se parte de cero, son conceptos ya ideados que se trabajan comunalmente.

Totono, a diferencia de Doki Doki, no se ensimisma en un personaje yandere y otros tropos fácilmente relacionables con la depresión, para representarlos como si de enfermedades mentales se tratasen, suscitando el rechazo o la fascinación cosificadora sobre aquellas que las padecen, sino que emplea este base para poder desarrollar su discurso. La idea fundamental es la misma: qué pasaría si la ficción del videojuego se desfigurase, convirtiendo a la jugadora en esclava de una yandere que no te dejará escapar hagas lo que hagas, llegando directamente a las circunstancias desagradables que se plantean en torno a este abuso.

Las semejanzas terminan aquí, pues Totono es, efectivamente, una obra cruda y violenta. La imaginería que maneja es bastante más osada, el sexo es explícito, la violencia gráfica, el sonido, la propia humanización que supone la presencia de voces, el ser una obra que discute sobre temas tan propios de lo denpa pero que resultan tabú fuera de la región, abordados con un histrionismo, ganas de machacar y humillación que la hacen ya no solo muy poco accesible, sino que directamente desagradable y molesta de leer. Lejos queda la experiencia incómoda cuya metaficción nos sorprenda, aquí nos situamos en una repetición desgastante que nos insta a querer abandonar el juego. A caer nuevamente en la misma crítica que se nos plantea: la ausencia de compromiso.

Durante los primeros minutos de Totono ya se nos establecen sus temáticas centrales: la imaginería del cielo desarmándose, una chica denpa recibiendo señales que son inaudibles para el resto, la confirmación de que la inmersión es uno de tantos caprichos en el medio interactivo. Durante las siguientes horas, sin embargo, puede camuflarse muy bien remitiéndose a ser incómoda, llena de conversaciones entre personajes masculinos que exhiben sus visiones deshumanizantes sobre las demás, en una idealización que se disputa entre lo infantil y lo repulsivo de las relaciones heterosexuales perfectas.

Nos toca decidir sin mucha relevancia, lo que escojamos no parece conducir a nada importante, si acaso un final malo que supone la necesidad de cargar partida y encaminarnos por el único rumbo que compensa: el destino ya está escrito. Nos quedamos con la chica, tenemos sexo con ella, vivimos la rutina de la vida de pareja. Y reiniciamos. Siguiente ciclo, siguiente chica.

La idea de que un personaje pueda adquirir consciencia de los actos que hemos realizado en partidas previas no es especialmente novedosa, hay autores que trabajan explícitamente en torno a esta intención, pero sí tiene un matiz polémico cuando se nos arroja a la cara con tanta injusticia y falsedad: castigarte por tomar la única opción posible.

La diferencia aquí es que no aparece como un mero arroje ególatra por parte de Shikomura Vio, sino que se contextualiza tanto en el arrebato emocional de una de sus protagonistas como en las propias circunstancias en la que se haya inserta la jugadora. O más bien, en la experiencia que busca condicionarnos para experimentar, de forma todavía más centralizadora que el título promedio: el jugador.

Totono no es una obra a la que se llegue por accidente, genera interés y está escrita con un jugador (masculino) de eroge en mente. Continuamente dialoga en extensas pláticas sobre la posición de sus personajes, la autoconsciencia de que que no son más que “versiones” de otros similares que se han repetido ya hasta la saciedad. Recordarte a todas las chicas virtuales con las que has salido, con las que ya no estás. De este modo, busca activamente evocar un recuerdo en ti, de que asocies a cada una de sus personajes con otra de algún título distinto. Llegado un punto te invita a que, tras terminarlo, las tengas presentes como posibles comparaciones futuras con otras obras que eventualmente consumirás. No es como si hubiese alguna diferencia: todos los textos contienen trozos de alguno previo, o alguno futuro.

El castigo es la mera realización de haber entablado incontables escenas de sexo con decenas de personajes de ficción para posteriormente abandonarles. Hacer borrón de dichas experiencias, la infidelidad ficticia que se proyecta en la propia condición de que esto no es real, la ausencia de compromiso porque el amor y el sexo son apenas el trámite que se suscita en la experiencia erótica.

El pánico que puede llegar a generar esta situación, de ser un individuo atrapado en la abstracción de un personaje que ha tomado control directo de tus decisiones, de tu rutina, pende de un hilo muy fino donde se disputa al mismo tiempo entre nuestra empatía para con el personaje (reflexionar sobre nuestra propia capacidad de hacer daño) como de la apatía que levanta el mismo para así generarnos incomodidad, la cercanía de sentirnos juzgados por ella.

Llegado un punto, la barrera del avatar, del personaje entendido como una simulación que interpretamos pero que no somos nosotras, desaparece. Se hace un reconocimiento directo de que a quién se están dirigiendo es a aquél al otro lado de la pantalla, tratando de eliminar una barrera ontológica y sometiéndonos al límite más osado, además de fallido, por el que Totono busca navegar: el ser abusado sexualmente por un personaje de ficción.

No es solo que no logre sortear la tragedia y el terror ante lo que está ocurriendo, ya sea tanto en la interpretación vocal (por mera dirección de doblaje) como en la ilustración, sino que el resultado es una abominación donde la acción no consigue sino transformar toda esta monstruosidad en poco más que material pornográfico.

Quizá es parte del circuito comercial donde se mueve, o se trate de una doble significación de la escena en tanto esto no deja de ser un trabajo denpa, y por lo tanto la sexualidad es una desfiguración agobiante que discute al mismo tiempo en términos de la gravedad real de lo que muestra y la propia capacidad del público para erotizar sobre ello. Cualquiera sea la circunstancia, no considero que consiga lo que se propone, facilitando la fetichización de su propia sentencia y la trivialización del abuso sexual como castigo al videojugador heterosexual.

Las decisiones en Totono suponen la construcción de una realidad opresiva donde nos hemos vuelto infieles. Hemos interiorizado la capacidad de decidir como una forma de escapar al compromiso y juguetear con la sexualidad femenina en todas las formas que nos plazca. Su propia narrativa ha resultado incapaz de escapar a ello, no puede dejar de ser parte de dicho sistema.

La fisura de lo digital, esta metaficción donde se ha inscrito, invita a la reflexión de nuestra capacidad de agencia desde una perspectiva denpa. ¿Qué hay de real en lo que percibimos? Peor todavía, ¿qué hay de real en lo que decidimos? Es una contraposición violenta con la mera idea de libertad acumulativa que llevamos cargando en occidente, arropada por una serie de circunstancias en las que las desrealizaciones parecen ser el único motor que conecta varias narrativas, muchas perspectivas sobre cómo podría acontecer un mismo relato.

Hay algo de fractura en lo tangible cada que pensamos en las consecuencias de nuestros actos. Esto es sobre videojuegos que intentan aleccionarnos sobre el mundo, a través de acciones que no nos son propias. Totono lo sabe, y al igual que nosotras, solo puede confiar en nuestra capacidad de referir a algo más. “La otra opción” es, en realidad, la posibilidad de haber estado con quien decidimos abandonar.

We Know The Devil es la más amena de las tres obras aquí presentes, mucho más dispuesta a la inclusividad y a discutir problemáticas relativas a la sexualidad, la represión y la identidad de género desde una óptica afín a la comunidad LGBT, por lo que aunque puede llegar a ser un título duro lo es desde una naturaleza optimista y reconfortante.

We Know The Devil (2016)

We Know The Devil opera en una perspectiva más bien opuesta al caso anterior. Rechazando cualquier clase de sofisticación, buscando abiertamente el trabajar con un contexto modesto donde lo sobrenatural es apenas un bosquejo sobre el que desarrollar los pesares que, desde la propia imposición religiosa, condicionan la vida de autodenominadas chicas queer, las tres peores desde Eva.

A través de singulares metáforas con las radios como única vía de comunicación, un aparato electrónico y, por lo tanto, siempre a la espera de volver borrosas las palabras, en una obra que dialoga constantemente en torno a la exclusión, los delirios internos que nos convencen de que el resto nos desprecia y la angustiosa aunque tristemente presente autosugestión que nos susurra cómo dada nuestras circunstancias como minorías no podemos sino considerarnos fallos dentro de una maquinaria social. La iniciativa de plantearse como novela visual sino que además, y más importante todavía, como una tremendamente conservadora con sus formas interactivas parece lógica de cara a asentarnos en una narración personal, íntima, de chicas oprimidas por las preocupaciones latentes en un campamento religioso, con el miedo presente a que el diablo puede estar dando vueltas, buscando poseernos. Conocemos al diablo, somos del diablo.

Es relevante que incluso en las formas expresivas habituales exista un espacio para todos los grupos que hasta ahora no han sido representados adecuadamente, más aún cuando aquello que se busca ahonda necesariamente en conceptos que resultan difícilmente transferibles, pues operan más en lo empático, incluso conceptual, que en una sensación recreable. No parece existir una mecánica para expresar el ser LGBT+. Si los sistemas jugables son abstracciones que comunican ideas más complejas a través de la combinación de estos, tal como la violencia es palpable en cuanto a la mera colisión de cuerpos enfrentándose, ¿qué sumatoria de interacciones comunican la alteridad de la oprimida? Es un debate complejo para el que no me encuentro en posición de responder, pero en principio parece ser que la solución momentánea es la expresión a través de la narrativa misma. Las mecánicas insertas en un contexto, ya sea a nivel de escritura o puramente visual (en última instancia estético), donde lo que vivimos (padecemos) sobrepasa la mera acción o decisión implícita en el videojuego como formato.

Decidir es una de las tantas complejidades que se esperan del medio, y la amplitud de opciones que nos permitan interpretar a un personaje una de tantas características para medir su profundidad. La novela visual, que ya se estima como limitada, es un entramado narrativo que se observa tanto como puesta en escena como en forma de espacio que fragmenta una historia en varias ramas. Si bien, como se comentó anteriormente, esta aproximación se queda corta en tanto lo único que parece precisar algún elemento esencial del género es su planteamiento audiovisual único, la presencia de sistemas adicionales que fungen como adornos con elementos externos para poder considerarse jugable (como lo pueden ser las batallas de robots en Baldr Sky o los puzles en Zero Escape) tienden a ser juzgadas como la simple presencia de mecánicas diferenciadoras insertándose, pero que no suponen entenderla de raíz.

Decidir, entonces, parece ser la única mecánica pura que se le permite a la novela visual para considerársele tanto como ella misma como para ser un género interactivo, y las decisiones no son más que la forma en que la jugadora hace gala de sus mañas: un simple y tú, ¿qué prefieres?

La premisa de los juegos de citas, de las rutas dedicadas a cada personaje, invita nuevamente a esta posesión sobre el contenido, a escoger en cada ocasión posible un rumbo distinto que responda a una serie de exigencias narrativas nuevas. Es la historia que queramos consumir en cada momento dado. We Know The Devil no se propone ser distinto, al menos, en el mero acto de escoger (seleccionar un bloque de texto), sino en replantearnos qué es lo que realmente se elige.

Con un cambio tan sencillo como fino, el título invierte la relación: ya no se trata de quién, sino de quién no. Al hacernos seleccionar pares (de cuáles dos de entre las tres chicas irán juntas, tendrán una escena íntima y desarrollarán sus personajes) la decisión se difumina, la jugadora se enfrenta a una posibilidad nueva: la elección como forma de exclusión.

El diablo, por supuesto, acabará tomando posesión de aquella que decidamos dejar en segundo plano, una instancia que en principio podría sacar lo peor de sí misma, pero que luego revelará un entramado social mucho más complejo donde, quizá, el Diablo sea incluso más acogedor para las personas que no son bienvenidas en terreno sagrado.

Será solo cuando consigamos crear una equidad perfecta, excluirlas a todas un mismo número de veces o, visto desde la propia inversión sobre la que trabaja el título, dándoles a todas las oportunidad de formar parte del grupo, que tendremos acceso a la verdadera conclusión de la historia, en la discusión y resolución de las temáticas planteadas que únicamente parecen existir desafiando a la posesión de la jugadora sobre el destino de sus personajes.

La facilidad del título para resonar no radica en simplemente hablar de estos temas, valiosos y pertinentes por sí mismos, sino por hacer hincapié en las pequeña fisuras que comienzan a hacerse presentes cada que las relaciones sociales se construyen alrededor de la mera estandarización del prejuicio y las preferencias. No es solo que todo traiga consecuencias, sino que el mero acto de priorizar viene con una carga cultural previa que desemboca en perjuicio de algún tercero. Aterrizarlo desde la mirada de tres chicas que no pueden evitar hacerse daño entre ellas mismas es una formulación arriesgada, pero que atiende a la misma clase de expectativas sociales que lo facilitan.

Sus autoras más adelante crearían Heaven Will Be Mine, que tomando algunas ideas similares, se encargarían de explorar su propia relación con la cultura otaku de los años 90s, así como el misticismo que parece coexistir entre el lesbianismo, los animes de mechas y dicha década, pero aterrizando las decisiones en un plano mucho más formal, arquetípico quizá. De este modo, emparenta a esta historia con un estilo interactivo donde se permite expresarse de manera más cómoda. En lo bello de su propuesta es una historia que acoge la estética de la novela visual para darle cabida dentro de esta al que parece ser el género que más se ha permitido explorar estos temas que en el resto de videojuegos no parecen sino ser decorado o un espacio puntual donde no llegan a cobrar cuerpo más que en otro personaje del reparto.

Chaos;Child comparte muchos temas en común con Totono, aunque acotados a un plano algo más convencional, comercial incluso. De cualquier modo, sigue siendo un trabajo que incide fuertemente en el terror de las teorías conspirativas, protagonizado por un otaku intenso que cosifica y fetichiza indiscriminadamente a una parte importante del cast, iniciativa que llega a resultar bastante desagradable y dificulta el poder recomendarlo de forma rotunda. Toca hacer demasiadas derivaciones por distancia cultural y concesiones (si acaso esto es posible) para poder disfrutarlo plenamente, en la gravedad de sus partes más rancias y poco consideradas de cara a temáticas de identidad y género.

ChäoS;Child (2014)

Chaos;Child es la cuarta entrega de la famosa franquicia de novelas visuales Science Adventure, probablemente las más exitosas de esta última década dado el colosal impacto que generó la adaptación de su segundo juego, Steins;Gate, durante el año 2011. Chaos;Child, sin embargo, parece ser constantemente referida como la más peculiar dentro de su librería, tomando varias de las ideas ya planteadas en Chaos;Head pero otorgándoles un contexto donde puedan permitirse discutir sobre problemáticas propias de la era de la información con mayor lujo de detalle. Sin embargo, no son estos elementos los que nos interesan para la función de este texto, sino la manera en que el juego se enfrenta con la propia capacidad de decidir, y qué significa escoger un recorrido distinto, otra versión de la historia, en primer lugar.

Dentro del género, son varias las obras que deciden abordar su narrativa alrededor de rutas, algunas escogiendo el plantearlas como universos propios donde cada final es canon y, por lo tanto, se encuentra al servicio de la jugadora para que se quede con su favorito, o bien cuentan con estas opciones para así conocer individualmente a cada uno de los personajes, pero teniendo una última resolución que se considera la verdadera. En este último grupo, las hay que restringen el acceso hasta que no se haya pasado por todas las demás conclusiones previamente, que es donde se encuentra este título.

Una particularidad de su sistema de decisiones es que este no está abierto desde un inicio. Durante nuestra primera partida sí, escogeremos entre un número considerable de vías, pero ninguna de estas tendrá repercusiones a largo plazo. Será recién cuando la pantalla retorne al menú, en una conclusión agónica e insatisfactoria, que el resto de opciones comenzarán a tomar peso, invitándonos a empezar un nuevo juego donde, esta vez sí, se nos permitirá acceder a las rutas de cada una de las demás protagonistas.

Al igual que se precuela temática, el elemento que termina por unificar el contenido de esta historia son las desrealizaciones y la disonancia cognitiva, nuevamente vinculándose con lo denpa, aunque convirtiéndose en el propio fundamento de qué seleccionamos en primer lugar. Takuru, nuestro protagonista, puede escoger entre dos de estas en cada ocasión que se nos presente, una normalmente positiva, donde dejará volar con inercia las partes más autocomplacientes de su mente, con situaciones engorrosas (por no decir que muy vinculadas a sus fascinaciones eróticas) pero satisfactorias para él, o negativas, donde la historia puede tomar giros bruscos a lo aterrador o desagradable. En todo momento son planteadas como eso: desrealizaciones, desconexiones que llegan súbitamente a su cabeza y le dificultan percibir qué es lo que está ocurriendo realmente. También existe una tercera alternativa, el no seleccionar nada, que nos llevará a una visión, en principio, auténtica de los sucesos, que sirve también como sumatoria interna del título para seleccionar el rumbo de la narrativa.

Chaos;Child es una novela visual de ciencia ficción y misterio, haciendo especial hincapié en lo segundo, pues gran parte de su extensión consiste en desentramar unos complicados asesinatos que han estado tomando lugar en una región que, dado un evento catastrófico que supone la conclusión de Chaos;Head, ha condenado a una juventud el desarrollar poderes paranormales que los sitúan como socialmente peligrosos, a menudo no siendo conscientes de que los poseen.

Para el final de nuestra primera incursión, se desvela una resolución antagónica para con Takuru: Serika, deuteragonista de la historia y su mejor amiga desde muy jóvenes, es la asesina que durante todo este tiempo estuvo buscando. Peor todavía, descubre que ella en realidad nunca existió, digamos, naturalmente, sino que se trata de una entidad que él mismo creó, una amiga imaginaria nacida de la soledad y la necesidad de satisfacerse, y que gracias a sus habilidades, encarnadas en sus desrealizaciones, acabó cobrando vida, adquiriendo cuerpo, desencadenando en toda la tragedia que da pie a esta historia.

Toda esta primera faceta del relato jamás se presenta como alternativa. Saltan los créditos, y el juego nos avisa que, a partir de ahora, nuestras decisiones sí tendrán incidencia. El juego nos invita a buscar un universo mejor. A partir de este punto, las demás chicas pasarán a ser el motor de su ruta respectiva, ahora son protagonistas: indagamos en sus pasados, descubrimos conflictos personales, realizamos un mínimo de labor detectivesca.

Rápidamente el resto de versiones resultan insuficientes, ya sea porque nos falta información o porque acaban mal. La deriva narrativa consiste en ir progresivamente interiorizando que la historia que originalmente contemplamos, aquella donde nuestro paso era intrascendente, es, de hecho, la versión real de los sucesos.

Chaos;Child es una vorágine de texto, deducciones y posibilidades que no llevan a ningún sitio. De forma consciente, el juego nos arroja a una estructura de novela visual convencional para tratar de hacernos ver que decidir significa escapar a lo que debe suceder. No un deber en cuanto a destino, pues esto no es una lucha contra la inevitabilidad, sino contra las excusas que nos ponemos para no afrontar la culpa.

De este modo, se preocupa más por funcionar como ensayo para el consumidor promedio de estas historias, que en una inserción consciente que se sirva exclusivamente a sí mismo. Es un título incapaz de dialogar si no se tiene experiencia previa, tanto con la industria japonesa de la novela visual como de las particularidades del histrionismo y la precariedad media del otaku obsesivo.

Aún con todo, me parece una perspectiva interesante, pues logra resolver sus peripecias conceptuales sin tener que recurrir a pantallas de fin de partida, estableciendo una narración orgánica, cíclica, que se presenta en un atractivo número de opciones con repercusiones extensas. Pero es todo un engaño. Ahí en la tensión de diálogos y caracterizaciones llamativas, el alivio de asumir que llegaremos a resoluciones que nos gusten más, y el peso de entenderlo todo como abstracciones de una pena que nos negamos a cargar.

Como otras obras de misterio de corte afín al shin honkaku, en completa oposición a las tendencias más occidentales donde el propio ejercicio detectivesco se ha convertido en el interés mecánico que nos ata al videojuego (el misterio no como género literario sino como acción), el acto deductivo se inscribe en contradicciones, pero no de corte resoluble, jamás llega a existir tal sublimación, pues son contradicciones de carácter ontológico: asesinatos que solo entidades metafísicas (la jugadora en tanto la realidad del videojuego) pueden comprender, dilemas de justicia imposibles pero que jamás pierden el registro terrorífico, asesinatos que sí pero no, en la imposibilidad de ejercer un crimen que hoy en día resulte satisfactorio de leer para nadie. Juventudes incapaces de resistir a la comparativa con sus predecesores.

Como obra anclada en estas inquietudes, no es raro que la habilidad de una de los personajes sea, en principio, el poder discernir entre lo verdadero y lo falso al ser enunciado por una persona. Sin embargo, la capacidad de detectar mentiras, en la era de la información y dada la sobresaturación actual del contenido, no solo no tiene por qué conducirnos a lo verídico, sino que a menudo consigue lo opuesto. Nosotras, como individuos inseguros, no ocultamos aquello que es cierto, solo sumamos interpretaciones. Conocemos porque sentimos, pero no hay forma de distinguir entre lo que el corazón interpreta y aquello que ya hemos dado por sentado.

El final verdadero se desbloquea y simplemente retornamos a la conclusión de la ruta inicial. A pesar de que Serika fue la responsable de los asesinatos, ella no existe como entidad autónoma, pues no solo su nombre es una fusión de los padres de Takuru, quien originalmente la inventó como una forma de tener a alguien que le cuidase, pero que al mismo tiempo fuese lo suficientemente joven y débil para él mismo verse en la posición de protector con esta, sino que su motivación real trasciende la mera preocupación: es una amiga imaginaria hecha al dedo para entretenerlo. Si los crímenes tomaron lugar, es porque era el único medio que quedaba para que pudiese vivir la experiencia plena del detective, sentirse relevante. Entre esposas, es imputado por unos crímenes sin resolución dentro del plano material, apenas arrastrando una sonrisa angustiosa, cruzando una última mirada con su personaje de ficción, su mejor amiga, en una interpretación particular que me sugiere que todo esto no ha sido más que una tragedia acontecida por la imperiosa necesidad que tenemos de saber más, o más específicamente, de asumir que lo que conocemos es verdadero.

Quizá la lectura más común es la que resulta intuitiva: una crítica al otaku promedio, su público objetivo. En lo concreto, creo que es más bien una de tantas expresiones que han venido acumulándose dentro del género en las últimas dos décadas, uno que ya habiendo tomado forma estandarizada se ve en la necesidad de revestir sus urgencias cosméticas, integrar elementos literarios propios del Japón contemporáneo y participar de una conversación mayor donde los preceptos narrativos e interactivos se desfiguran con tal de polemizar y operar dentro de una escena contracorriente a los modos más conservadores de la nación. Todo este circuito, como expresión propia de un posmodernismo nacido como precariedad ante un capitalismo depredador y la disociación respecto a lo culturalmente prevalente, parecen disfrutar del demérito y la crítica, al menos, cuando proviene desde dentro del propio círculo. Ser un fracaso, alguien que se recluye en la ficción para sopesar un mundo así de antagónico, en el mínimo privilegio económico de poder costearse esta separación y, al mismo tiempo, perder todos los matices culturales que moldean la experiencia promedio de la ciudadana que se espera en sociedad, generan una suerte de burbuja de autocontención donde se disfruta en el propio acto de ser una desadaptada. No es tanto una tragedia de la que se quiera salir como un disfrute honesto de este desapego a lo cotidiano. Algo de experiencia propia hay en toda esta especulación.

Sea cual sea el caso, las formas mismas en que funcionan las decisiones en Chaos;Child responden a una disonancia cognitiva implícita, donde nunca está claro si lo que se escoge es una epifanía artificial, una fantasía de poder, un momento trágico incidido por el desprecio personal o, si acaso eso existe, lo real.

Si te ha gustado este texto, por favor considera apoyarme en mi ko-fi. Dados mis estudios y el coste de investigación que supone la documentación para estos escritos me es realmente difícil poder mantener un ritmo de trabajo que me permita seguir escribiendo, por lo que cualquier aporte hace una enorme diferencia.

--

--