El hallazgo de Sekiro: el videojuego y su relación con el cuerpo

.myri
13 min readDec 29, 2019

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En el siguiente artículo no se hablará de spoilers concretos sobre la trama de Sekiro: Shadows Die Twice, sin embargo se anexará gameplay mostrando a algunos de los jefes del juego, esto con motivo de evidenciar algunas ideas que aquí se discutirán.

El juego del año es una ceremonia capciosa. Casi sin interés en lo técnico pero sí en su forma más ritual, un evento de reunión casi cómico para muchas, y es que a veces resulta hasta complicado verle el peso a que un juego sea nominado por sobre otro. Y aunque no exista tal cosa como una responsabilidad por determinar qué ha sido lo objetivamente mejor en un año concreto (vaya aspiración que sería esa), lo mínimo que se suele esperar es que se reconozcan los hallazgos que un determinado título ha sido capaz de aportar a su medio en un momento determinado del tiempo. Y es que ante la ambivalencia que Sekiro ha mostrado en una gran parte de sus apartados, para muchas, incluyéndome, visto como un juego Souls bastante irregular, hay un ámbito que exhibe con tanto ingenio, tanto respeto y tanto amor por aquello en lo que se compromete, que resultaría inaudito no intentar descifrarlo.

¿Qué es ese algo que distingue al combate de Sekiro de todos los demás?

El momento EVO número 37 es, sino el más significativo, uno de los hitos más relevantes en la historia del deporte electrónico. Más allá de ser inmediatamente reconocible, sirviendo como punto de referencia para articular todo un discurso alrededor de qué lo hace tan espectacular y fácil de comprender incluso a ojos de gente poco experimentada en los juegos de pelea, el verbo que sale a relucir en todas las ocasiones que se habla de este es lo que más interesa — parry.

‘Sekiro es un simulador del momento 37’ fue una broma de poca incidencia que se repitió con cierta condescendencia, como si la matriz de este fuese únicamente su capacidad para retratar el esfuerzo que supone realizar una maniobra como la de Daigo, aunque quizá tenga más de verdad de lo que podría parecer.

El parry (en Sekiro llamado desvío) en el momento 37 se caracteriza por su precisión milimétrica, en rotunda desventaja y con la presión de darle fin a una competencia tan acalorada. En el caso de Street Fighter III se trata de una mecánica exigente, difícil de realizar y todavía más de forma consecutiva, y aunque seguramente previsto por la desarrolladora para que pudiese llegar a ejecutarse una situación similar en algún punto de su vigencia como competición (al fin y al cabo, los parry consecutivos eran una posibilidad), las circunstancias en las que se dio son lo que le ha creado una trayectoria tan distinguida.

A diferencia del resto de mecánicas en un juego de peleas, el parry es una suerte de fusión entre actitudes defensivas y ofensivas que necesitan de un requisito para poder realizarse: el adversario. La relación entre los cuerpos cambia, el mérito está en leer al contrincante de una forma tan hábil que resulta difícil no dejarse seducir por la euforia que un momento así levanta en el público. En un juego de peleas, más que en cualquier otro género, te toca comprender los códigos, el peso, los ritmos y las dinámicas de un cuerpo completo. Cómo tu personaje se expresa en diferencia de todos los demás. Pero incluso va más allá, aplicando sistemas tan específicos para realizar acciones (sistemas de carga que obligan a siempre pulsar hacia atrás, grapplers que al realizar círculos completos basan su identidad en acorralar para generar daño masivo a través de agarres, etc). El parry, por su parte, es la relación que se establece entre tu propia capacidad de predicción y la relación inmediata que ocurre allí en los límites del cuerpo contrario. En otras palabras, supone primero pensar en el otro.

Si resulta que el hobby nace del interés por el juego, la competencia es sin duda su especialización y, en cuanto a títulos que instauran toda su teoría en los márgenes de la victoria por sobre el otro, no es difícil ver por qué el deporte es la forma continuada del hobby. Ya no es una simple ocasión de aprendizaje, sino una constante renovación.

En un medio tan poco ritual y en una época donde a las obras de arte no es que se asista, sino que se poseen, el deporte marca un punto de inflexión que recupera ese espíritu de unión y competencia agónica (más bien, antagónica) de lo que supone el espectáculo de estar allí y experimentar de primera mano el llevar un lenguaje de códigos a la confrontación directa. Porque aunque los sistemas (jugables) no sean rituales, haciendo del medio una experiencia marcadamente personal, sí se permiten crear un ambiente donde, alrededor del videojuego, todo es rito. Sus enfrentamientos. Sus dinámicas. Sus galardones.

El ligue entre violencia, guerra y deporte no es nuevo, y en muchos sentidos este último no es más que una forma de articular, a través de prevenciones y normas, un lenguaje combativo que transforme el desgaste en espectáculo. Si el deporte es la estética de la guerra, con autores como Caillois denominando a esta última directamente “La fiesta negra”, la propia actitud de jugar adquiere un carácter social. Del mismo modo en que las armas ya descatalogadas de la guerra se convierten muchas veces en la iconografía de juguetes infantiles, ‘el deporte entendido como guerra’ establece una conclusión bastante clara a la hora de hacernos a la idea de que el juego existe tanto para recrear lo sagrado como lo profano, sin distinciones ni connotaciones más que las políticas.

Mucho de la teoría del juego orbita alrededor del obstáculo, de aquello que tras una serie de reglas nos impide acceder a la victoria, pero la actitud del medio como una nueva cosmovisión artística hace que el videojuego, a diferencia de “el juego”, se contemple como uno en constante expansión. Se juega a la rayuela, pero de los videojuegos se espera una totalidad de experiencias distintas, de corte internacional que se renuevan y suceden constantemente, a veces de manera casi inmediata. No hay tiempo para juzgar aportes porque mientras alguien redacta una teoría sobre el juego de turno, ya otro artista habrá interiorizado dichas ideas para explorarlas en un nuevo rumbo, continuando la seguidilla de referencias que supone crear en un mundo globalizado.

No es sorpresa entonces que géneros como el hack and slash, en acto, sean una forma de intentar traer al universo de la acción las reglas que rigen el género de peleas. Combinaciones de botones, multitud de acercamientos que jueguen con el ritmo, el peso, la variedad al combatir, las formas de subyugar un cuerpo (el enemigo, en cualquier de sus formas) en circunstancias que se adapten a las exigencias tanto de sus reacciones como de su ofensiva. Las tres dimensiones terminaron por trasladar el beat ’em up, un género directamente emparentado a la lucha, a un ambiente más abierto, pero de cierta forma, también más limitado. Hay mucho de cuánto podemos hacer, pero no tanto de cómo los demás pueden afectarnos.

Los videojuegos que nos piden controlar un cuerpo necesitan, pues, de un lenguaje corporal. Uno esta vez limitado a las leyes físicas de las que se nos quiera hacer partícipes. La teatralidad del videojuego es un lazo tendido a los órganos, y en toda experiencia corporal hay un cierto grado de interpretación. Pero la diferencia va mucho más allá de cuánto distamos de sus leyes físicas, sino que se enmarcan en que mientras el mundo real tiene normas, comportamientos y actitudes a través de las que culturalmente nos relacionamos con nuestros cuerpos, el videojuego tiene reglas.

Un videojuego, cada videojuego, debe construir sus propias técnicas del cuerpo que regirán todo su margen corporal. El deporte, precisamente, es una de las fuentes de estudio más importantes de la técnica, y las conclusiones de que nuestra forma de relacionarnos con nuestro cuerpo están mucho más regidas por nuestra cultura que por nuestras delimitaciones físicas parecen acertadas. Ya sea por crianza, por imitación o por una mezcla de ambas, las mismas acciones, incluidas las deportivas, variarán irremediablemente dependiendo del género, la cultura e incluso la raza. De este modo nace la pregunta sobre si el videojuego es siquiera capaz de codificar un lenguaje universal cuando todas nuestras acciones no son más que ideales abstractos de lo que hemos construido como ‘el correcto hacer’ de una actividad específica.

Sin irnos de 2019, Death Stranding, un juego elogiado por su increíble capacidad para recrear las técnicas del senderismo, no puede escapar de ser eso: cosmovisión. Se vislumbra la añoranza de la escalada, como si la escalada fuese una experiencia universal. Y resulta que no, si incluso el acto de caminar está significado, ¿qué espacio hay en el videojuego para representar lo particular? Tanto su contexto de ciencia ficción como su rítmica y corporalidad entendida como ‘masculina’ dicen algo concreto de, por ejemplo, la acción de escalar, pero no pueden ser la escalada de cada una de nosotras.

Devil May Cry 5, un juego con muchas más similitudes con Sekiro, captura con elegancia y emoción las virtudes del hack and slash más puro, uno donde las interacciones se hayan osificadas alrededor del cuerpo, es decir, no están arrojadas hacia el otro (aquí los enemigos). En su clasicismo, precisamente, está lo que los distingue: Devil May Cry es un juego de acción al servicio del cuerpo propio. Sekiro, aunque también tiene de esto, lo está mucho más al servicio de tu interacción con el cuerpo del adversario.

La similitud de esta última sentencia con la idea del parry no es casual, ni el que sea su mecánica principal de combate, aplicando una cierta dosis de diseño por sustracción para asegurarse de que sea su vehículo para expresar estas ideas. El sistema de combate pasa a tener un punto de alteridad muy refrescante que apenas y ha tenido espacio para explorarse.

Como explicaba Mauss, del mismo modo en que a las niñas se les enseña a ir en contra de sus instintos oculares a la hora de nadar, haciendo de los hábitos el espacio que la costumbre recorre con el cuerpo, se puede entender a las técnicas como entrenamiento y, en la peor de sus formas, como psicotécnica. Y es que el videojuego es un medio rotundamente eficiente, en tanto sus aspiraciones para con el cuerpo se basan, precisamente, en la adaptación del mismo al trabajo industrializado (en este caso educarnos en la eficacia, encontrar el modo ideal para siempre rendir). El juego, la idea de jugar, transcurre en la peligrosa capa de ser un escondite para la regularización de nuestras actitudes.

Quizá por esto es que Sekiro sea tan valiente a la hora de sacarnos de esa zona y llevarnos a un espacio donde, ante todo, el ataque al que reaccionamos existe antes que nuestra propia capacidad de hacer daño.

Los videojuegos han celebrado y perfeccionado en muchos niveles el crear nuevas y variadas formas de controlar a alguien, de recorrer espacios imposibles, del cómo nos movilizamos por estos. Pero a la hora de combatir, las mecánicas han sido siempre articuladas en tanto qué podemos hacer y cuándo el cuerpo del enemigo pasa a un estado de vulnerabilidad en que podamos arrojar todo lo que tengamos. No hay un punto de conexión entre que ambas existamos a la par, donde la interacción entre nuestros cuerpos sea lo que paute las sensaciones que el juego manifiesta.

El estudio de las técnicas del cuerpo, al menos en su forma más conocida, ha puesto un acento exageradamente marcado en las formas personales bajo las que nos relacionamos con el mismo — somos nosotras, en nuestras limitaciones sociales, y cómo expresamos la cultura en la que nos desenvolvemos. Sin embargo los cuerpos existen en un contexto de alteridad, de cómo pensamos al otro y nos relacionamos con este, y aquí dos de las formas que más se han dejado de lado en que se manifiesta esta unión son precisamente la sexualidad y la lucha, uno un tema realmente ignorado por el medio y el otro descentralizado de esa colisión que presupone (la lucha física no podrá ser sino es contra otro).

Quizá la razón por la que en el combate sólo se había visto esta relación de forma tan continuada y emotiva, al grado de generar uno de los momentos más importantes de su historia, es porque precisamente los juegos de lucha siempre intentaron entenderse como deportes (o como pronto, competiciones), mientras que los juegos de acción eran una forma de exhibición. Sekiro, aunque tal vez no el pionero, puede permitirse celebrar el traer a la mesa con tanta elegancia las relaciones corporales y espaciales de los juegos de lucha a un contexto nuevo, quitándole lo aparatoso y volviéndolo, dentro de lo posible, mucho más accesible.

Y aunque la dificultad del juego es elevada, y la renuencia a entenderlo no más que como un estandarte de ‘juego hardcore’ parezca seguirse más por protocolo que por una verdadera necesidad de preservar la intensidad de la obra (¡como si la dificultad fuese algo que dos personas pudiesen experimentar de la misma forma!), los motivos tras estas decisiones parecen mucho más defendibles que antes. De nuevo, en su contexto.

Incluso los mismos juegos de Miyazaki, aunque en menor medida Bloodborne, mantenían esta noción del adversario como cuerpo por subyugar. Un enemigo al que nuestros ataques golpean y generan daño, sí, pero en la ausencia de colisión con algún grado real de impacto y un parry limitado más para hacer lucir tus reflejos que tu entendimiento general del enemigo, lo volvían un juego donde los ajustes sí podían medirse mucho más en cuanto a números. En Sekiro la respiración del enemigo recorre tu katana, y allí es donde se ubica la parte más complicada de su equilibrio. Más que nunca toca entender al enemigo no por funcionamiento, sino porque impacta sobre tu cuerpo. Elementos como la fricción, tu desgaste, el tiempo que pierdes en recuperarte tras desviar un ataque muy poderoso o el medir los segundos para tomar un mejor posicionamiento, entre otras cosas, el que la mecánica central sea el parry implica entenderlo más como un juego de lucha que uno de acción convencional, particularmente en las batallas contra jefes. Se comprenden los límites del oponente no para evitar daño o quedarte sin energía, sino porque su ofensiva tiene un impacto real, palpable, forzoso sobre ti.

Ya sea porque se defina por lo errático, las trampas, su pulcritud o la rutina, una batalla contra jefe en Sekiro hace que este se presente como un título eminentemente espiritual.

Quizá por eso es que de forma prácticamente unánime se llegó a la conclusión de que el demonio del odio es el peor combate del juego. Ya no solo porque sea, en efecto, un jefe de un juego con mecánicas de combate tradicionales arrastrado como le sea posible a un universo jugable donde no encaja, sino porque reafirma las carencias a las que cualquier obra está expuesta al no prestar la atención suficiente a cómo nos relacionamos con el otro, inclusive cuando nuestra intención es simplemente acabar con este.

Ya no se trata de batallas meramente reactivas, sino que la ilusión final es ponerte en la piel del momento 37. Acercar la sensación de entender a quién tienes delante, y cómo vas a desviar todo aquello que sea capaz de arrojarte. Por eso resulta todavía más intrigante cómo la katana, un símbolo de letalidad en la iconografía del videojuego, es utilizada como la herramienta central de esta relación que, aunque visceral, no puede dejar de ser muy humana.

La katana es elogio del pasado, hoy un utensilio reemplazado por armas más destructivas, ya apenas una decoración o una imitación recreativa. Pero es también el recorrido de cada golpe por su filo, y cómo el tacto adquiere una dimensión nueva.

Que el parry se ejecute a través de la rítmica entre usuario y oponente al servicio de una simple pulsación también ayuda, y aunque esto parezca una contradicción al, en teoría, restarle la complejidad en la ejecución al movimiento, contrario a un juego de peleas donde, como en el momento 37, la habilidad también pasaba por las manos, acá es una decisión ideal: consigue enfocar el combate a lo que el otro puede realizar y cómo vas a disponer tu contraofensiva, que no a la complejidad de lo que tú puedes hacer por cuenta propia.

Sekiro va a ser una barrera difícil de surcar, no porque no pueda mejorarse, sino porque cambia las reglas de una forma tan poco aparente pero tan significativa, que volver atrás es complicado. Haber probado Devil May Cry 5 tras Sekiro ha sentado como un trago amargo: el enemigo ha vuelto a ser el trámite entre nuestra capacidad de hacer daño y la pantalla de game over.

Juegos como este o Death Stranding marcan una tendencia de especialización bastante clara, donde la corporalidad debe salir a relucir y, a través del mando, marcar las dimensiones que dan vida a esa forma más bien íntima de entender el movimiento. La pregunta es, ¿qué movimiento? Y Miyazaki parece haber encontrado su respuesta particular: el de cada adversario en su contexto específico.

Resulta imposible determinar si es agravante o esperanzador el que, tras probar juegos así, para muchas el volver atrás se sienta como una imposibilidad total de realizarte, tras haber aprendido unos códigos expresivos, un lenguaje del movimiento nuevo que solo los videojuegos son capaces de hacernos llegar. Jugar Sekiro evoca sensaciones similares a descubrir por primera vez acciones de las que no sabías que eras capaz.

Lo importante es que el futuro del videojuego se sigue labrando, y ver creativos anhelando un vitalismo que ayude a encaminarnos por el terreno de la interacción más concreta, en este aquí y ahora, en vez de una aspiración totalizadora que nunca llegará (no puede llegar), no me permite sino recibirlos con los brazos abiertos.

Sekiro es descubrir que la katana no solo sirve para cortar.

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