Danganronpa V3: niveles de metaficción

.myri
33 min readJan 26, 2020

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El siguiente texto pretende ser un análisis narrativo desglosando varios de los puntos clave de Danganronpa V3: Killing Harmony, así como las diversas y novedosas formas en que se dedica a retorcer su propia ficción, por lo que habrá spoilers de todo el juego.

El pasado 12 de enero cumplió tres años la tercera entrega principal de la afamada franquicia Danganronpa. Tratando de renovar su propio nombre, en Japón publicado bajo el título de New Danganronpa V3, y utilizando un montón de estrategias para convencernos de que sería una historia totalmente nueva que se desligaría de los derroteros en exceso rebuscados en que se había envuelto con tanto producto derivado. Su mayor atractivo y el fundamento de este nuevo enfoque sería bastante claro desde su presentación: un killing game sobre las mentiras. Por supuesto, toda esta publicidad no sería sino la primera de muchas que estarían por venir.

Los engaños serían la tónica que acompañaría su lanzamiento, siendo que Danganronpa V3: Killing Harmony no llegaba como un pequeño título de un género de nicho, sino con una esperada propuesta que contentaría a una comunidad de fanáticas enorme de la que, con ayuda del boca a boca y toda la pasión de un colectivo ansioso por acercar un producto originalmente atrapado en su tierra natal, serían responsables de que pudiese haber sido disfrutado en el resto del globo en primer lugar. No podía sino ser un juego recibido en grande. Y es que desde antes de que saliese ya era posible dar con un seguimiento inmenso, ya fuese para hacer roleplay de estos personajes, cosplay de todos los tipos, infinitos hilos discutiendo qué clichés regresarían, o cuál sería el orden en que las ya anunciadas dieciséis nuevas estudiantes serían eliminadas. Pero sobre todo, de qué manera Kodaka, la figura principal detrás del proyecto, conseguiría una vez más sorprender y contentar a quienes con tanta ansia buscamos y queremos seguir afrontando el continuo dolor de enamorarnos de todos estos individuos para luego lamentar el cómo inevitablemente terminarán muertos. No parece un trato especialmente difícil de cumplir.

El resultado no pudo ser más distinto: con uno de los finales más habitualmente acusados de ser una ofensa o un ataque directo a su fanaticada, casi una pataleta de su autor en total incapacidad de abordar la complejidad de la trama que anunciaba, una renuencia y falta total de compromiso y agradecimiento con todas aquellas quienes consiguieron que su obra tuviese dicho alcance.

Pero resulta que Danganronpa V3 es un juego bastante complejo que opera en una amplitud de capas casi sin precedentes. Quizá oculto en la accesibilidad de su guión y una escritura mucho más madura que en entregas anteriores, Kodaka elaboró un título que agarrándose de las convenciones de su género predilecto, el misterio, terminaría siendo algo más cercano a un desahogo personal, pero también una petición para quienes disfrutamos con su labor.

Bullet:

Danganronpa, desde un inicio, jugueteó con los conceptos ya gastados de bien y mal, aquí contextualizados como esperanza y desesperación (hope and despair en inglés, kibō y zetsubō en japonés), en una narrativa a rebosar de personajes estereotipados, cada una definida por un talento en específico (Ultimate en inglés, Super High School Level (SHSL) en japonés) pero con cierto atractivo enfrentándose en un killing game donde los intereses de dicha confrontación no terminan de parecer claros. Con un oso tan simpático como aterrador de nombre Monokuma, títere utilizado por la responsable de poner esto en marcha, teníamos ya desde muy temprano una aspiración a la que oponernos. Ante todo, el juego quería que volviésemos a hacer nuestra la esperanza en una situación de absoluta desesperación, casi que dejando el misterio en un segundo plano, siendo estos la excusa para que prosiga su relato.

Ya en su segunda entrega vemos una mayor profundización a la hora de manejar conceptos algo más elaborados, creando escenarios dramáticos en los que, finalmente, pudiesen escribirse misterios que comprometiesen las motivaciones de cada individuo como una pista más para la labor deductiva. Pero es que además Kodaka pareció comprender rápidamente que a la gente, en realidad, no es que nos atraiga tanto el delito como el sufrimiento, entendido aquí como un estudio de aquello que nos lleva a matar. La idea de esperanza ya no es tanto una artimaña para sobreponerse a las adversidades como la nobleza que encontramos al realizar una introspección de nuestros pretextos, el anhelo de esperar una respuesta que nos confirme que, en efecto, dicha muerte sucedió por una razón. El crimen pasa a ser una oportunidad para experimentar la redención del espíritu humano.

Por lo mismo, la metaficción no le sería ajena en ninguna de las dos entregas, siendo mucho más clara en la segunda donde, tras las revelaciones finales, comprendemos ya no solo que los personajes habitan en un plano distinto al real (específicamente un mundo virtual), sino que esto es, a su vez, un pretexto para reciclar el final de la primera entrega. Ante la mayor sorpresa de todas, que la realidad ha sido reducida a una absoluta manifestación de la desesperación, la esperanza sigue siendo el eje bajo el que observamos estas conclusiones tan agridulces, pero con un cielo despejado que parece prometernos que siempre podemos confiar en que el futuro nos sonreirá de vuelta.

Kodaka nos acostumbró a seguir el patrón narrativo más arquetípico de las historias de detectives, aquellas reducidas al absurdo por las miras canónicas de lo literario, que nunca han dudado de tildarlas como literatura de segunda categoría. No se trata de arte sobre la elaboración de un discurso o introspección de grandes temas, sino una simple proyección de nuestras emociones sobre estos personajes, o bien la obsesión resolutiva de convertirnos en quienes critican (descubren) la metodología del criminal. La literatura de misterio se nos seguía vendiendo, injustamente, como un pasatiempo no muy distinto a quemar ratos libres resolviendo acertijos.

“No hay buena ficción aquí”, su fin estético es la finita y enseguida desechable sensación de suspenso.

Pero el arte evoluciona en común con la cultura, y ya devenidas en la posmodernidad, la literatura ha sabido abrirse paso no como una entidad recreativa para las élites, sino un pequeño espacio de indagación personal con un rol cada vez más próximo a convertirse en una alternativa didáctica. La moraleja más común que se puede extraer de cualquier relato de misterio es que intenta advertirnos: los crímenes se recrean para anunciarnos qué condiciones pueden llevar a una persona a matar, y qué debemos cambiar para evitar que esto suceda.

Sagas como Ace Attorney, de la que Danganronpa bebe muchísimo en su estructura, siempre han procurado anteponer un conflicto coherente con los enfoques de cada una de sus historias, ya sea un afán justiciero ante un ejercicio de violencia sobre el que nunca hubo castigo, pasando por conceptos más genéricos como la corrupción e inclusive llegando a mojarse con cuestiones más elaboradas como la violencia patriarcal. Incluso el rol político de aquellas que respiran en instituciones policiales sin siquiera cuestionarlas es de carácter armónico. Es encontrar aquello podrido en nuestra sociedad para facilitar una mejor convivencia. Dentro de lo ingenuo de esta aspiración, la narrativa ha encontrado en el sacrificio un motor para enseñarnos lo repulsivo del mundo.

V3 se presenta más que autoconsciente desde el primer momento, a sabiendas de que venimos de un cuento ya finalizado en busca de algo similar, iniciar una nueva investigación que nos lleve a la faceta villanesca de la desesperación, con fin de encontrar esperanza al final del camino. Nuevos personajes a los que querer, nuevos trasfondos dramáticos con los que empatizar. ¿Pero qué es lo que el juego intenta, para haber levantado tanta contrariedad entre sus lectoras?

Resulta que V3 se propone cuestionar el concepto mismo de una historia de misterio. Es una obra sobre desarmar los preceptos que tenemos ya asumidos sobre sí misma, no para sorprendernos, sino para que jamás podamos volver a confiar en sus reglas, y para ello, Kodaka utiliza al menos ocho personajes para desarrollar sus diversos niveles de metaficción.

Un tropo que la saga decidió abrazar desde el primer día es el del tercer caso, uno donde, por el motivo que sea y como única ocasión en toda la experiencia, contaríamos con dos víctimas de asesinato. V3 no es la excepción, pero decide darle una vuelta tan sutil como efectiva, al grado de haberse desviado casi en su totalidad a una discusión sobre un potencial que nunca planteó abordar.

Korekiyo es un personaje difícil de captar ya que su función se percibe mayormente en retrospectiva. Es el excéntrico del grupo, aquel que no gasta un solo instante en hacernos entender que debajo de su mimetismo oculta algo desagradable. Busca asquearnos, y desde el inicio parece claro que o será víctima por algo que él mismo ha propiciado, o será artífice del crimen más extraño de todos. En efecto, lo que termina ocurriendo es lo segundo.

El tercer caso de V3 es complejo dado a que se ahoga en un exceso de pistas y motivos que parecen indicar a múltiples posibilidades. ¿Es Korekiyo el asesino? Parece evidente que sí, pero, ¿Kodaka finalmente jugará con el tropo del doble asesinato, introduciendo un segundo responsable? Sus crímenes, al final, apuntan continuamente a un sesgo de propósito, de que esperemos un razonamiento profundo que justifique sus acciones. Pero este las rechaza. En realidad, lo que nos entrega son posiblemente las motivaciones más burdas de toda la franquicia, diseccionadas alrededor de su estética de antropólogo definitivo: un actor nacido de un obsesivo amor incestuoso, casi un comentario irónico sobre la que es culturalmente atribuida como la única prohibición universal en la gran mayoría de sociedades humanas.

Kodaka parece morderse la lengua y jugar en contra de los estándares que venía manejando hasta entonces. Siendo este un juego mucho más humano, donde por primera vez todas (o casi todas) las participantes son personajes bien establecidas con mucho margen para un conflicto memorable y doloroso, el tercer caso acaba siendo una nueva sentencia de la más absoluta desesperación. Que incluso aunque esperemos lo mejor, o incluso lo más interesante, vamos a seguir viendo partir a aquellas que apreciamos tanto por los motivos más absurdos.

Korekiyo, en realidad, es la estética de la locura más morbosa, un arquetipo de personaje que sabe armarse de una fanaticada casi siempre en independencia de los troncos narrativos que recorra. Y sin embargo, lo más interesante del mismo es que funciona como forma de desviar la atención. Ante un público a la expectativa de que por una vez el tercer caso vaya sobre dos responsables, Kodaka rechaza esta petición y escribe siguiendo los clichés que le han caracterizado. ¿Y qué de la posibilidad de un conflicto tan complejo como lo sería no poder determinar a cuál de dos responsables hay que sacrificar para que podamos continuar? ¿Cómo sería la convivencia sabiendo que una de las nuestras es inequívocamente una asesina? Efectivamente, allí yace su interés: rebajando conscientemente las pretensiones de su escritura, nos hace creer que este será un juego cobarde. Ante la idea de que el autor no ha sido capaz de desafiar su propia zona de confort, nos queda esperar una continuidad similar. Allí entonces golpea más duro cuando descubrimos que en el siguiente caso, finalmente, nos toca afrontar el terrible peso de acusar a quien sabemos que no es el culpable. Una verdad con gusto de mentira.

En última instancia estamos ante un ejemplo bastante clásico de metaficción autotemática, aquella que se dedica a reflexionar sobre su propio discurso, una que aunque opera en conjunto con su público, no deja de estar enterrada en los confinamientos de lo que su condición fictiva parece capaz de contener.

Es aquí cuando el asunto se vuelve interesante.

Refute:

Kaede y Tsumugi son, reduciéndolas a un rol muy específico, una protagonista falsa y la villana de la historia. Las bases que navegan son, en resumidas cuentas, la propuesta misma de desarticular en su totalidad las reglas del juego.

Kaede es un engaño viviente, un refuerzo de las ideas de mentira que se planean discutir. Ella es inicialmente nuestra avatar, mucho más segura de sí misma, enérgica, desprendiendo un carisma que ni Makoto ni Hinata eran capaces de reafirmar en entregas pasadas. Estamos en la piel de una extrovertida, cuya narrativa, aún en su omnipresente sensación de decadencia, se muestra mucho más cálida, y ya en el primer caso vemos establecida una relación de compañerismo que en el resto de entregas prácticamente ni llega a consolidarse.

Es por eso que impacta tanto descubrir que Kaede no solo es responsable del asesinato de Rantaro, la primera víctima, sino alguien que nos estuvo engañando desde un inicio. Nuestra protagonista, por cuenta propia, no había sido sino la encarnación de la mentira. Ya introducida como mecánica en los juicios, la posibilidad de mentir acerca toda nuestra atención a desentrañar lo que nos esconden las demás. No nos es plausible la posibilidad de que nuestra propia agencia sea más que una falsa recreación, no cuando estamos tratando de resolver crímenes.

Kaede, ante todo, viene a alzar la pregunta sobre si estamos realmente dispuestas a confiar en que esto no volverá a suceder. De si podemos fiarnos siquiera de quien cuenta esta historia, y una vez plantada la semilla, los límites de la ficción comienzan a tambalearse. A ningún género se le puede criticar tanto por un engaño de este tipo como al del misterio, puesto que si ni siquiera podemos fiarnos de lo que nos están contando, ¿qué sentido tiene siquiera querer formar parte de esto?

Nuevamente como con el caso anterior, Kodaka busca ocultar las bases de su crítica camuflándolas con un relevo de protagonista. Saihara, quien ocupará el rol de Kaede, nos recuerda mucho más a los dos que ocuparon su lugar previamente, y en el transcurso de los siguientes cuatro casos será la encarnación de la verdad. Nadie sufrió más con la pérdida de su amiga que él mismo, por lo que rápidamente se vuelve nuestro espacio donde poder seguir participando sin pensar que nos están tomando el pelo. Una moraleja maniquea.

Aquí es donde entra Tsumugi, personaje cuya participación es bastante escasa durante la mayor parte de la aventura. Las intenciones parecen claras, todas estamos a la espera de que se revele como la mente maestra, creando un nuevo escenario donde, rememorando a Junko Enoshima (encarnación de la desesperación en Danganronpa), le hallemos el significado a la masacre y acabemos por sobreponernos a todo el sufrimiento por el que nos ha hecho pasar.

Tsumugi es la cosplayer definitiva, un personaje del que, muchísimos meses antes del lanzamiento, ya se especulaba que acabaría matando haciéndose pasar por otra. Esto no solo nunca llega a ocurrir, sino que nos engaña haciéndonos pensar que, efectivamente, el cosplay solo sirve para disfrazarse de personajes de ficción, no gente real. La parte importante llega cuando no solo descubrimos que ella es la antagonista, sino que en efecto, siempre fue capaz de personificar a cualquiera que ella desee. Es aquí que los personajes se vuelven conscientes de su condición fictiva, y la jugadora como una cosplayer de aquellas a quien desea interpretar.

V3, antes que muchas otras cosas, se encargó de profundizar todo lo posible en las interacciones entre su elenco, las relaciones que se establecían, la convivencia entendida como un espacio para desarrollar afecto e incluso descubrir el amor. La gracia de la franquicia: que lloremos con las emociones desenfrenadas que anteceden o se expresan en un asesinato. El género del misterio es en sí mismo un elogio del morbo, parece querer decirnos Kodaka, y nuestro sentimiento de justicia (un anhelo por la esperanza) lo que motiva a seguir leyendo. Cuando descubrimos que Tsumugi no solo puede representar a cualquiera, ya que todas somos personajes, sino que es ella la responsable de matar a Rantaro, haciendo de Kaede una criminal falsamente acusada, es que el concepto de Danganronpa termina de desmoronarse. A través de ella nos toca hacernos conscientes, pero sobre todo responsables, de que nuestro disfrute del killing game se encuentra ligado a nuestro deseo de querer tomárnoslo en serio. Que una de las reglas principales, “el juego termina si el asesino sale impune en su propio juicio”, en realidad no se haya respetado desde el primer momento convierte al sexto y último caso en un choque rotundo de intenciones. La historia debe continuar a pesar de que esta misma sea una farsa. El misterio, género donde el público más que nunca debe confiar en que no se le está mintiendo por la cara, no existe como tal. Todas estas muertes han servido para crearnos la ilusión de finalidad.

Pero ella no es solo la antagonista, sino también la productora del programa. Danganronpa V3, ya con un par de pequeñas pistas en la antesala, revela su nombre verdadero: Danganronpa 53, una suerte de reality show que con cincuenta y dos temporadas a sus espaldas sigue creando y buscando pretextos para reiterar la fórmula, introduciendo gimmicks como motivo para renovarse y volver a contar lo mismo. Exactamente lo que fue la publicidad del videojuego, o la necesidad de convertir en secuela cualquier obra.

Aquí la historia experimenta una suerte de abismación, observándose a sí misma y preguntándonos por qué leemos misterios en primer lugar, pero sobre todo, por qué querríamos seguir consumiéndolos. Si el mundo es un teatro, entonces el teatro es un mundo. La metaficción es, por sí misma, una forma de analizar los componentes del propio relato. Es, muy a su modo, su propia historia de detectives.

Uno de los ya mencionados gimmicks es K1-B0 (Keebo), cuya transliteración en japonés significa esperanza. Un robot que, como nos es revelado en el tramo final, es el punto atractivo de esta temporada del programa. No es solo el primer personaje no-humano, sino que es un vehículo por el que el público es canalizado. Keebo es una cámara, una lente bajo la que una audiencia imaginaria busca experimentar el espectáculo de forma totalmente nueva, participando en la realización del mismo y votando por cuál creen que será el desenlace del próximo capítulo.

Hay bastantes detalles curiosos con respecto a este personaje, pero uno de los centrales es el modo en que se involucra en los debate scrum. Esta mecánica, junto con nuestra capacidad de mentir, fue una de las principales novedades de esta tercera entrega en su anuncio, y más allá de ser el techo visual que ha alcanzado la saga, o casi cualquier novela visual en general, plantea una forma de confrontación nueva jugando con la rítmica, en una fusión entre discurso y musicalidad que representa, como su nombre indica, el punto de mayor rotura dentro de un juicio, aquel instante donde los personajes se hayan más divididos que nunca sobre qué piensan que ha sucedido.

Cuando observas en retrospectiva y confirmas que hubo ocasiones donde te tocó haber defendido la moción incorrecta, es cuando estos eventos se observan bajo una nueva perspectiva: el único personaje que siempre estuvo en el lado que podríamos considerar correcto, es Keebo. Dicho mejor, al público siempre se le hizo creer que tuvo la última palabra sobre cómo la historia terminaría resolviéndose. Nuestros anhelos convertidos en aquello que coarta la creación artística.

Kodaka aprovecha esta dualidad para hacer de su robot de la esperanza no solo un intérprete de la espectadora, sino de otorgar una falsa sensación de plenitud con esta, un control sobre la obra que nos permita acercarnos a obtener la experiencia que nos interesa. Pero es que incluso este no deja de ser un engaño, no solo porque en acto no termina siendo lo que su nombre pareciera indicar (en realidad, se trata de un personaje al que en su mayoría se le aparta, con una personalidad introvertida, casi siempre manteniéndose al margen), sino porque incluso cuando se revela como lo que es la agencia le es arrebatada de inmediato.

Keebo no es (no puede) ser el héroe que se contraponga a esta triste metaficción, una donde los personajes han perdido todo su propósito al no ser ya entidades reales. En su intento de rescate, un momento donde casi pareciera que las palabras se desbordan sobre lo que es tangible, Tsumugi deja muy en claro cuál es el propósito de su rol: proyectar. Si bien a la audiencia se la ha otorgado una ilusión de maleabilidad, todos los arcos argumentales ya han sido escritos previamente. Su agencia es una patraña deliberada, todo el sufrimiento que ha antecedido a esta historia no han sido más que las conclusiones dramáticas de aquello que el público, a través de sí mismo, quiere ver consumado.

El robot de la esperanza, al final, es tildado como el responsable de que la masacre siga sucediendo. Es por el anhelo de querer encontrarle un propósito a todo este sinsentido que las narrativas de misterio siguen siendo un cúmulo de ornamentos al servicio de un pretendido fin mayor. Kodaka se arma con un cinismo bastante extraño para la media de su trabajo, tildando a sus fanáticas casi que de parasitarias del sufrimiento de sus personajes, aquellas que irónicamente él hace atravesar por su baremo del dolor. Como si fuese un padre justificando el maltratar a sus hijas.

Hope es el inicio del ciclo. La impresión de estar participando en, por ejemplo, el hecho de que en esta entrega finalmente tengamos la opción de votar por el criminal, a pesar de que esto no cambie el resultado. V3 es un escenario de inmersión mucho mayor que en ocasiones pasadas, su propósito es hacernos caer en el juego no para pillarnos y hacernos ver como idiotas, sino porque busca hacernos reflexionar sobre la propia naturaleza del género del misterio, y el despropósito de violencia en que lo hemos convertido. Los asesinatos se han transformado en un simple rol de suficiencia: un espacio para que nosotras como audiencias insensibilizadas podamos desprendernos de lo real, vivir un poco más felices.

El fracaso de Keebo es descubrir que dos conceptos opuestos no necesariamente llevan a una síntesis.

No sería la primera vez que una obra de este tipo explorase los límites de la cámara como forma de proyectar un mensaje sobre cómo la violencia nos consume siempre y cuando consigamos verla como mera interpretación. Dos ejemplos recientes podrían ser The Forest of Love de Sion Siono, y Fire Punch de Tatsuki Fujimoto.

En la película de 2019, la cámara se presenta como una excusa para el hacer del cine, y este no es más que la interpretación actoral de un propósito. ¿Qué propósito? Los hay múltiples, pero todos giran al rededor del abuso. La ilusión de estar siendo filmadas es el pretexto para hacer daño, un punto de disociación donde lo inadmisible pasa a ser aquello que dignifica el rodar una película. Hacer el mal es apenas una estrategia de consumo de masas, pero la actriz no deja de ser un sujeto violentado que, ahora también, es capaz de violentar.

The Forest of Love (2019)

Es a través del convencimiento de que seguimos produciendo ficción que interiorizamos el maltrato como si fuese justificable, un sitio donde devorar las entrañas de un cuerpo es la rutina. Si el cine en sí mismo se puede tildar como fetiche, el acto parasitario en la posibilidad de acceder a la recreación de la vida de un individuo, Sion Siono busca activamente hacernos partícipes de la maquinaria que volvió a todo esto en algo real. No hay historias que cuenten algo que se le escape al ser humano.

En el manga de Fujimoto, la cámara es la herramienta que uno de sus personajes, Togata, emplea para canalizar su locura. Sabe que si habita en un contexto falto de cordura, solo a través del propósito será capaz de permanecer en ese sitio. ¿Y qué más capaz de otorgarnos uno que un filme?

Togata entiende que antes que el director, lo primero son siempre sus personajes. Es por ello que se propone filmar todo el recorrido de Agni, un hombre en busca de venganza, alguien malentendido como deidad y cuyo cuerpo, uno que le es propio como el nuestro nos es a cada una de nosotras, pasa a ser un cúmulo de símbolos. Fire Punch convierte una realidad violenta en la obsesión por dotar de significado algo que no debería tener lugar. Si la espectadora es parásita de nuestro protagonista, entonces nadie anhela tragarse a un don nadie, es por ello que su película se propone elevar a Agni (un sujeto que solamente vive para concretar su cometido) a la categoría mitológica, crear allí la fascinación de devorar su cuerpo (aquí literalmente): el cuerpo de quien concreta los actos que mueven al mundo.

Fire Punch (2016)

En última instancia, la tragedia de Fire Punch es que uno de sus personajes se haya convertido en protagonista, esto es, un individuo viéndose solapado por las connotaciones de un director comiéndose su realidad. En su afán por filmar la mejor película de todos los tiempos, Togata no consigue comprender que ni siquiera la mejor obra jamás creada le pone un fin a la historia. A la necesidad de consumir ficción. Hagamos lo que hagamos, una vez terminemos de ver su película, vamos a querer ir a por otra. Y sin embargo, esto jamás es excusa para crear algo peor.

En su momento de mayor rotura, Keebo se vuelve, mecánicamente, el último obstáculo a vencer. Pero no tanto como entidad por la que el público intenta de forma desesperada buscar un sentido en Danganronpa, sino también como la más agresiva declaración de intenciones.

En una barricada desenfrenada de voces gritándose kibō y zetsubō en rotunda oposición pero casi como si fuesen el mismo concepto, Kodaka arroja con brusquedad las sentencias que definen los temas del título. No way fiction can change the world. Killing games are the best form of entertainment. Danganronpa will never end, will it? Y es de allí que se intuye cómo la sutileza es por sí misma una estrategia de contentamiento de élites. Que si la ficción quiere proponerse cambiar al mundo, las ideas deben ser claras y directas, como si de una protesta se tratase.

Keebo, al igual que Togata, al verse desprendidos de su capacidad creativa, de mover y otorgarle un sentido al mundo, deciden crear un rol propio para ellos mismos. En su última participación, el robot que canaliza la esperanza decide armarse de valor para llevarse a Tsumugi y Monokuma consigo. La maqueta audiovisual que es Danganronpa reducida a escombros, la muerte absoluta del concepto. Sin embargo, Kodaka es igualmente consciente de que una vez terminada su narración iremos por una nueva. El juego se sacrifica no para ponerle fin, sino porque quiere trazar un límite sobre lo que hasta ese punto le hemos permitido contar. No quiere escribir la última historia de misterio, quiere que como público seamos mejores.

Harmony:

Previamente se hizo mención a Rantaro, la primera víctima de esta temporada número 53. Un personaje que fácilmente puede reducirse a ser otra mentira por parte de Kodaka, manipularnos en base a expectativas exageradas que nunca llegarán a cumplirse.

Es tradición en Danganronpa el que no sepamos el talento de una de las dieciséis estudiantes, al menos en un principio, y que con el actoncer de los eventos acabemos descubriendo no solo cuál es su especialidad, sino qué relación tiene con la trama en curso. Mientras que en la primera entrega era apenas una forma de consolidar la personalidad de la deuteragonista, en la segunda se usó para realizar un comentario sobre las propias expectativas que teníamos puestas sobre nuestro protagonista. A Rantaro le tocó el misterio en V3, armando un debate gigantesco entre la comunidad, teorizando cuál sería el suyo. Pero tan pronto como es introducido y se nos muestra como un sujeto increíblemente carismático, resulta muerto.

No termina allí, tanto su diseño como sus gesticulaciones fueron realizadas con la clara intención de recordarnos a Komaeda, deuteragonista de Danganronpa 2 y el personaje más popular de la franquicia, alguien cuya principal característica era ser un desquiciado y amplificar el caos, sumando a la gravedad de cada situación que se nos presentase.

De hecho, es gracias a este personaje que se terminó de consolidar la tríada central que sirve como pilar de la armonía en esta saga: tres personajes de entre los dieciséis que representan los enfoques centrales de la lucha entre la esperanza y la desesperación.

Mientras que en el primer juego teníamos a Makoto, Byakuya y Kirigiri representando tres arquetipos básicos (el mediador con mala suerte, el ególatra que debe aprender a ser un poco más humilde y la chica misteriosa con un pasado desolador), el talento desconocido pasaba a manos de ella. En la segunda entrega repetimos estructura con Hinata, Komaeda y Chiaki, relegando esta vez la incógnita a nuestro protagonista. Ya sea por la propia publicidad como por la conspiración misma en que se había convertido la especulación sobre V3, sumado al engaño deliberado con el personaje de Kaede, resultaba difícil no esperar que Rantaro ocupase el mismo puesto de Byakuya y Komaeda, pero esta vez asignando el misterio al último que faltaba por representar. Pero tan pronto como estas ideas parecían comenzar a armarse en el primer capítulo, dos de tres son dilapidados de golpe.

Relevando la labor protagónica a Saihara, el tercer pilar, la narrativa pierde horizonte muy temprano, haciendo que el segundo caso quede con gusto a poco. Todas nuestras dudas sobre Rantaro permanecen durante toda la experiencia, con pequeñas migajas apuntando a algo mayor, hasta que la bomba se suelta en su conclusión. El talento de Rantaro es la supervivencia, ¿pero de haber sobrevivido a qué? Pues, a la temporada número 52.

Si Keebo era una proyección falsa dirigida a una audiencia ficticia que nos es desconocida, Rantaro trae a colación un segundo tipo de público, uno que existe como espejo de la propia comunidad previa al lanzamiento del título. Dígase, dentro del universo de Danganronpa, existió una audiencia que disfrutó de esta temporada 52, referida como la más violenta de todas, y vio a Rantaro alzarse como el único superviviente, obteniendo como conmemoración el irónico galardón de ser introducido nuevamente, ahora en la número 53, pero con un mapa que le permitiría un mejor dominio de la zona donde se llevará a cabo. De repente la distancia del personaje, su confianza, sus incógnitas, adquieren un carácter macabro, y que Rantaro pase a ser la cadena que termina por amarrar la narrativa, dígase, la víctima que fue ejecutada injustamente por la propia productora del programa, pone en tela de juicio ya no solo lo artificial del concepto, sino el cómo tres públicos totalmente diferentes enfocan sus miras sobre un mismo personaje: el ficticio que lo conocía desde la temporada anterior, un segundo que observó los sucesos de la actual a través de los ojos de Keebo, y el real, nosotras, que buscábamos en él la plenitud de un individuo que nunca llegó a ser.

Rantaro no es un simple ejercicio de abstracción, sino un comentario acerca de la metaficción misma. ¿Hasta qué punto podemos desarmar una obra con tal de hallarle nuevos significados? Se trata del único personaje de la franquicia que se niega a ser descifrado, convirtiéndose en quizá su sentencia más valiente: nuestra imposibilidad de estar por encima de una de sus creaciones. No tenemos manera de justificarlo, falta información. Es un misterio que se niega a ser resuelto, que falsea el cometido de experimentar la obra, pues la única ocasión en que estuvo sumido para ser resuelto por alguien fue a ojos de los espectadores de la temporada 52, es decir, un público que no existe.

Las muertes del primer capítulo le allanan el camino a Saihara, probablemente quien puede someterse al estudio de personaje más elaborado. A través de su particular mirada, la del detective definitivo, plantea dudas que nos hacen cuestionar hacia dónde se dirige el propósito temático de la obra. Es un chico extremadamente inseguro que necesita apoyarse en otros para sacar a relucir sus notables capacidades deductivas. Es por ello que tras verse forzado a asumir un protagonismo que no quiere, Kodaka le instaura dos referentes opuestos sobre los que deberá aprender a mediar.

Por un lado tenemos a Kaito, quien rápidamente se convertirá en su mejor amigo, un espíritu libre que únicamente es capaz de mentir si con ello protegerá a alguien indefenso. Por otro, Kokichi, la máxima expresión de la mentira, un individuo que baila continuamente entre el engaño y la realidad sin que nunca podamos saber qué realmente pasa por su mente.

La idea de empatía fue siempre una constante en Danganronpa, en la ya comentada necesidad por encontrar un factor redimible a toda esta masacre, pero en más de una ocasión, incluso, se hizo con la finalidad de plantear la pregunta de si siquiera es posible considerar a alguien la culpable. Tenemos de ejemplo a Sakura, quien en la primera entrega decide suicidarse por un bien mayor, o a Gundham en la segunda, quien casi echando una moneda al aire, pacta su crimen con la víctima bajo la esperanza de darle al resto del reparto una nueva oportunidad. El cuarto caso de V3 retuerce por completo este principio, y enfrenta a su protagonista al dilema más duro: tener que acusar (y por tanto, ejecutar) a alguien que sabe es inocente.

Durante tres casos consecutivos, la influencia de Kaito vuelve a Saihara en alguien que siempre antepone la verdad, pero siempre creyendo en que se está haciendo lo correcto. Nos tragamos el relato de obrar por el bien mayor, y antes de que nos demos cuenta, hemos caído en la telaraña de Kokichi. El gran impacto de este caso yace justamente en que cuando nos percatamos de lo que hemos hecho al desenmarañar toda la verdad, el juego en sí mismo está tan viciado, y resulta tan despiadado que la única forma de seguir es obliterar a quien sabemos ha sido manipulado. Quien planeó todo fue Kokichi, pero quien se vio forzado a cometer el acto es otro.

Esta es quizá la primera instancia en la que vivimos por completo un distanciamiento real de la obra, el engaño previo que se tuvo con Korekiyo adquiere nuevas dimensiones y entendemos que Kodaka no está aquí para darnos tregua, ni siquiera emocionarnos, o encontrar oro al final del túnel. La jugadora, colmada de esperanza, ha acabado trayendo la muerte más despiadada que sus reglas pueden permitir.

De ahí que el quinto caso sea un punto de inflexión que termine de armar la maqueta que luego será destrozada con las revelaciones finales, un caso donde la convivencia ha devenido en el punto más bajo para todas las involucradas, que incluso en la única ocasión que vuelven a armarse de valor para confrontar al responsable solo sirve para ser pisoteadas una vez más, esta vez incluso más hondo que antes.

El deterioro emocional, el camino a la catarsis se convierte en nuestro talón de Aquiles. Y quizá lo más sorprendente es que Kodaka sí nos ofrece un último espacio de redención, a través de Kaito que, habiendo recapacitado y pactado con Kokichi, ponen en marcha un último plan: un crimen que ni siquiera la realizadora del programa sea capaz de resolver.

Para su desgracia, Kaito ha viciado tanto a Saihara en su formación como detective de la fe, que para cuando se hace consciente de quién fue realmente su adversario todo este tiempo ya es demasiado tarde. En Kokichi convergen todos los significados antagónicos que caracterizan a Danganronpa, un personaje de motivaciones complejas que, a pesar de ser tildado como el líder supremo definitivo, resulta ser apenas el cabecilla de un grupo de inadaptados que han visto en él un sitio donde conseguir un propósito.

El propio Kaito, previamente presentado como paciente de una enfermedad terminal, fallece con la que es la muerte más noble de toda la franquicia. Habiendo fallado en su cometido, es curiosamente el único al que se le permite irse con una sonrisa, en una secuencia que busca imitar aquello que lo empezó todo: el asesinato del director de Hope’s Peak Academy, en la introducción del primer juego de la saga.

Kokichi, por otro lado, se esfuma con una de las muertes más mórbidas, una salida que él mismo planeó para sí mismo, que antecedido por un clímax dramático donde las emociones convergieron con más intensidad que nunca, pasa a convertirse en el estandarte que Kodaka parece querernos entregar: un humano reducido a un charco de sangre.

Kaito, a diferencia de Keebo, sí es la encarnación de la esperanza, aquél deseo por conectar con un personaje ficticio a tal punto de que verlo morir sea la excusa para nuestra catarsis. Incluso aquí, donde la crítica del escritor ya ha sido presentada, se siguen respetando los roles: Kaito muere como un héroe, a pesar de ser literal y metafóricamente la enfermedad que está matando al género del misterio, esto a tal grado que la humanización de sus personajes existe exclusivamente para acompañar su abuso. Kokichi, por el contrario, parece ser la moraleja en que se nos quiere instruir.

Tratándose de un personaje tan complejo, vale decir que lo es no por abstracción, sino por amplitud. Lo que en un inicio parecía ser la antítesis de la esperanza, rápidamente se desarticula, ya que él no es desesperación, sino un gris difuso. Su carácter como una mentira imposible de descifrar, que inclusive en su última conversación no termina de quedar claro cuál es la intención tras sus deseos, apuntan a connotarlo como alguien que sería capaz de mentirse a sí mismo con tal de vendernos una inquietante sonrisa más.

Kokichi es quien interviene en los juicios, siempre tratando de volverlos todavía más enrevesados, y la única vez que se digna a ayudarnos es precisamente para desencadenar la tragedia propiciada por él mismo en el cuarto caso. Nos insta a que lo convirtamos en un villano incluso por encima de Monokuma, pero al mismo tiempo, en un ser carismático por el que desarrollar un apego visceral. Él es la cura que Kodaka ve para el género del misterio, alguien que le permite a nuestro pretendido salvador haberse ido sintiendo que logró algo.

Uno de los momentos más reveladores es cuando por fin podemos visitar su habitación, todo para encontrarnos con un espacio de añoranza muy infantil. Un sujeto tan obsesionado con el juego que siempre se hallaba tres pasos por delante de ti, no por morbo, sino por genuino interés en predecir qué es lo que va a suceder. En encontrar una forma de ponerle fin.

“Kokichi… was the very embodiment of a lie.”

A la conclusión que llega es que necesita desarmar los límites de lo que el killing game es capaz de sostener. Construye una identidad villanesca tras forzarnos a cometer el peor de los crímenes, se vuelve de forma consciente en quien proyectar la desesperación, pues él como punto en quien convergen todas las acusaciones solo puede ofrecernos una respuesta: no existe distinción real entre verdad y mentira.

Kokichi miente porque esa es la verdad de su forma de ser, y a través de esta consigue romper poco a poco con nuestro recorrido por la dignificación: obsesionarnos con la verdad hasta que fisuremos nuestra amistad con Kaito, lleguemos a la injusta ejecución de Gonta, lo observemos como el peligro latente del que necesitamos deshacernos cuanto antes. Y finalmente, pactar un último plan que de una vez por todas nos garantice un cierre, eliminando cualquier posibilidad de un clímax.

Pero algo sale mal. Kokichi elabora un misterio complejísimo, pero uno que, en el fondo, sigue teniendo solución. No importa cuán autoconsciente se haya vuelto, sigue siendo ficticio. Su error fue no haber sabido comprender que al Saihara negar las mentiras, también lo estaba negando a él como individuo.

Lo que más adelante sería la confirmación del falso crimen de Kaede, aquí es el golpe más profundo para nuestro protagonista. La confianza ciega en su mejor amigo, en no poder aceptar que quizá haya sido asesinado, lo llevan a arruinar sus intentos por ponerle un alto a la masacre misma que supone Danganronpa. Saihara, aquí la jugadora, permite que el ciclo armónico termine de concretarse: es gracias a que decidimos estar aquí que lo acabamos perdiendo todo. Nos hemos convertido en consumidores de poco más que simples ilusiones. En un intento por explorar de manera crítica los temas de la obra, su narrador ha acabado por destrozarlos.

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A través de Saihara, Kodaka explora los tópicos más comunes de la metaficción: una dilatación del lenguaje por el que se expresa la obra, la realidad de su narrativa desfigurándose, la rotura espacio-temporal en la que transcurre su relato, la crisis sin salida a la que se somete su protagonista. Aquí la metanarrativa cumple una función testimonial: estetizar las reflexiones personales en las que muchas coincidimos cuando pasamos por nuestros momentos más bajos. Si alguna vez se tuvo una oportunidad para destronar al trabajo artístico, discutir directamente con las pretensiones de la obra, aquí terminaron de disiparse.

El autor sabe que para que un trabajo de este tipo cale fuertemente en nosotras debe ofrecernos la mejor historia posible, es por ello que el guión aumenta en densidad, hay cada vez más eventos y diálogos para volver a sus personajes en entidades verosímiles, madura la atención al detalle y se enmarcan nuevos matices para que cada instante sea relevante dentro de la ficción que es Danganronpa. Temporaliza a sus personajes, humaniza el tiempo transcurrido.

Sin embargo, el momento más importante y que encapsula todas las ideas que V3 trae a discusión lo encontramos, otra vez, en el sexto y último capítulo. Tras la revelación de que esto es en realidad la temporada número 53 de un reality show televisivo, se elabora justamente en lo que supone dicha sentencia: la necesidad de un casting para escoger a los involucrados.

Ya en dos ocasiones pudimos observar al universo de V3 como algo que ocurre tras bastidores, tanto en la demo jugable que se presenta como una historia aparte, riéndose de la metaficcionalidad misma de ser un producto derivado donde se dialoga, sin ningún tapujo, sobre cómo están preparando sus papeles antes de empezar con el juego de verdad, así como en la propia introducción del título, una secuencia bastante confusa que rápidamente parece entrar en bucle, la segunda vez dando verdadero inicio a los acontecimientos, un evento al que la jugadora probablemente no preste demasiada atención, pero que refuerza la idea de que todo este tiempo sus personajes fueron individuos buscando ser actrices.

El giro macabro del casting es que se trata de un acto voluntario en el que espectadores de la obra de ficción Danganronpa sacrifican sus yo pasados para ser diseñados por la productora. El acto interpretativo no es nada más que una pantomima que nos exige representar un director, sino un literal borrón y cuenta nueva donde pasamos a ser personas creadas para el consumo de masas.

En la grabación de su audición, Saihara es visto como un chico tímido, todavía más introvertido que en su personalidad resultante, pero con un sueño inabarcable. Pide poder ser un nuevo detective definitivo, su arquetipo favorito dentro de la serie, uno que encapsula los elementos más importantes del misterio: un sujeto serio y recluido, pero extremadamente inteligente y decidido. Una aspiración de madurez en la que proyectarnos como la persona que quisiéramos ser. Se atreve a incluso sugerir la posibilidad de un giro argumental donde se revele como un asesino, ¡o quizá un antagonista! Aquel capaz de cometer el crimen más violento que el programa jamás ha visto. Las posibilidades son infinitas.

La tragedia de este personaje no es únicamente que la productora decidiera no concederle el tipo de papel que estaba buscando, sino que han decidido torturarle aún más profundizando en sus imperfecciones, aquellas por las que siente más culpa. Lo único que tenía, como espectador activo en este mundo donde la marca Danganronpa es aspiración generalizada, ha sido rechazado en pos de narrar una historia más interesante. El público ha hecho añicos el sueño de su protagonista.

Visto lo anterior, no es difícil entender por qué el final de V3 ha sido fruto de una recepción tan mixta. Muchos de sus elementos son fácilmente interpretables como una simple pataleta de su autor no hallándose conforme con lo que el fandom ha hecho de su trabajo, inclusive cuando muchos de sus vicios han sido responsabilidad de sus propias falencias en títulos pasados.

Sin embargo, esto no podría distar más de lo que al final ha acabado entregándonos. No se trata únicamente de un juego crítico con su género, sino una carta de amor, rasgada por un cúmulo de intenciones que jamás pueden llegar a concretarse. Al igual que Saihara, sus aspiraciones son aquello que no tiene espacio, porque la propia narrativa se ha vuelto un condicionante de nuestras experiencias. Danganronpa se ha vuelto un proceso bajo el que sus propios signos son rápidamente sustituidos por otros, donde nadie le pertenece a nadie, pero todas queremos poseernos. El mismo público es hoy mismo un conjunto de aspiraciones barrocas.

Sobre Saihara se han buscado replicar todos y cada uno de los significados que podrían dotarlo como el protagonista ejemplar, tanto dentro del público ficticio de la obra como de quienes experimentamos su agonía a través del juego. Que el conflicto final sean los personajes rebelándose contra los productores del programa es la sentencia que termina de unificar todo este desordenado conjunto.

Porque cuando V3 no está siendo un aparato de metaficción autocrítica es una historia profundamente romántica. Más que nunca, sus personajes existen gracias a su relación con los demás.

Dos de los arcos más evidentes los vemos en Himiko y Maki. La primera una chica caracterizada por su dificultad para tomarse cualquier cosa en serio, en una imperante falta de interés y apego por todo lo que sucede alrededor. Es a través de sus interacciones con Angie y Tenko que aprende a abrirse poco a poco, y tras la súbita muerte de estas a manos de Korekiyo, se ve obligada a desenvolverse en el grupo, cooperar para que la estadía en un sitio tan hostil puede ser un poco más llevadera. El propósito de Himiko es madurar ya que desea dignificar lo que aprendió de sus amigas, dándole por fin desarrollo al arquetipo de personaje que no sabe cómo procesar el fallecimiento de un ser querido.

La situación con Maki se explora todavía más. Inicialmente abnegada de cualquier contacto humano al percibirse a sí misma como peligrosa, es a través de la amistad inquebrantable que forja con Kaito y Saihara que aprende a quererse a sí misma, a deshacerse de los prejuicios y traumas que la llevaron a recorrer un camino tan lleno de dolor, a poner en duda su pretendido talento (asesina definitiva, el más óptimo de todos para una historia de este tipo) y sus ganas de descubrir el amor incluso en los lugares menos favorables.

Cada ocasión en que los tres comparten esas largas noches haciendo flexiones, hablando de sus aspiraciones, de sus conflictos, la jugadora se compromete más y más en las vidas de estos ya no personajes, sino personas.

Kodaka, en realidad, no ha sido lo suficientemente cínico como para negar todo lo que ha conseguido. No pretende arrebatarnos el impacto que su serie ha tenido en nosotras, del cómo se han armado y se seguirán consolidando grupos de fanáticas increíblemente entusiastas que atestiguan el impacto que Danganronpa ha tenido. Simplemente se permite cuestionar qué es lo que hemos obtenido de ello, y en qué dirección deberíamos caminar si realmente amamos a sus personajes. Ellas han marcado su paso por el mundo, por el simple hecho de que a nosotras nos importan. Y si nos importa su humanidad, sacarlas del killing game es la única opción. No podemos ser más voyeurs de sus tragedias.

La escena final es otra demostración de afecto, con las únicas tres supervivientes mirando hacia el horizonte, nuevamente trayendo una pizca de optimismo tras tanto dolor y sufrimiento. Resulta inaudito que tras todos sus intentos por demostrarnos que su propia ficción es partícipe de los mismos problemas que él mismo ubica en las narrativas de misterio, decida ofrecernos por tercera vez el mismo final. Pero esta vez hay un cambio: la barrera que representa el cielo se ha roto, y desde el otro lado se percibe ni más ni menos que el logotipo del programa.

Un final tan ambiguo invita a hacernos múltiples preguntas sobre lo que realmente quiere decir, a pesar de ser, de forma más o menos clara, un reflejo sobre cómo los límites de la verdad y la mentira, de la ficción y la realidad terminaron por quebrarse. Lo único que merece ser asesinado es la armonía, la ilusión de un balance que vuelva a otorgarle a la cámara una excusa para hacer daño.

Danganronpa V3: Killing Harmony es una carta de amor no porque quiera respetar las convenciones de aquello que ama, sino porque es una última invitación a comprometernos con aquello que es sujeto de nuestras emociones.

Tanto nosotras como sus personajes tenemos algo que aprender: es momento de dejar de actuar nuestras vidas. Ahora toca dirigirlas.

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